sábado, 1 de marzo de 2014

Un tlatelolca en Nueva York

Nueva York: nieve y lodo


Por Marco Antonio Cervantes

Invierno en NY

Apenas aterrizo, y esto es lo primero que escribo; estuvimos en Nueva York para el fin de año. Fueron diez días muy interesantes (y muy fríos) los que nos tocaron vivir por allá; la noche del 2 de enero llegamos a estar a -20ºC. Para un mexicano es un suceso extravagante sentir la nieve y usar doble suéter. Sólo el cine, los cuentos de Navidad y los refrigeradores nos ayudan a comprender eso.

Después de esa noche las calles de la ciudad empezaron a adquirir un matiz paradójico: la nieve fue invadida por una grisura expansiva del lodo, las suelas de las botas, los excrementos de los perros y las llantas de los automóviles. Sobre las aceras todo se complicó: lodo, hielo, asfalto, turistas y los frenos de los taxis. La nieve en Nueva York se inventó para que cayera sólo en Central Park.
Pese a tales inconvenientes climatológico NYC es una ciudad fascinante. La primera ocasión que la visité me parecía que la diversidad de colores, sonidos y lenguas guardaba mucha similitud con París, Londres o algunas calles de Madrid. Ahora, con un poco más de detenimiento veo a NYC más compleja, más diversa y más caótica. Nueva York es nuestra actual Constantinopla. El Puerto del Mundo. La Granada, Amberes o Sevilla de hace cinco siglos. Como aquellas ciudades, Nueva York es el lugar de desembarque de miles de albañiles, perseguidos, delincuentes, soñadores, banqueros, estafadores y artistas que han construido a base de puentes y andamios una ciudad que parece que nunca terminará por fundarse completamente. 
    
En mi mapa sentimental París son las calles donde escribió García Márquez, Ribeyro y Cortázar, el barrio judío, el comedor de la ciudad universitaria. Londres es Westminster y es, también, un cuadro de Van Gogh dentro de un museo. Roma la galería Borghese y la más horrible pizza que he comido en mi existencia. Madrid es Joaquín Sabina y el “ya no sueña aquel niño que soñó que escribía, Corazón de María, no me dejes así”. Venecia los canales de agua y luz, la trama de una novela de Thomas Mann y los anteojos perdidos de Sergio Pitol. El DF es un torbellino de caos y desorden, mis calles, mis amigos, una sonrisa, los atardeceres color ladrillo.


Invierno en NY

¿Y Nueva York? una esfera de cristal que pegando un ojo se puede ver el inabarcable Central Park. Es Cristo, un mesero que te regala chiles en vinagre cuando te ve desconcertado y tiritando de frío.

 Es el Museo Metropolitano, un laberinto de salas llenas de turistas, armaduras y piedras colosales. Es Emi, la chef que cocina el mejor pescado de Manhattan, y que pregunta por las noticias que escucha sobre México. Es el Chelsea, Georgevillage o el SoHo, barrios que parecen pertenecer a otra ciudad menos tumultuosa y turística. Es Pablo, el repartidor de comida que pese a los vientos de hielo, capaces de romper cualquier tipo de abrigo, toma su bicicleta y empieza a pedalear cuesta arriba sorteando todo. Es el Jinete Polaco, una pintura que es de Rembrandt, pero no es de él, y que está en una residencia alucinante que es visitada por maestros de literatura que parecen Fitzgerald y mujeres que usan sombreros de Cruella de Vil.  Es Nadia, que vive a mitad de Manhattan y tiene a su hija inscrita en un jardín de niños de la zona media de la isla, el cual solicita requisitos inconcebibles para una niña de tan sólo tres años. Es el olor a hierro de las escaleras del metro. Los sonidos de las sirenas; el vapor de las coladeras. Es José Martí, García Lorca y Muñoz Molina recorriendo una ciudad hostil, pero también generosa y delirante. O es Lou Reed, Bruce Springsteen, Rubén Blades y Leonard Cohen escribiendo tramas de novelas en formas de canción que tienen como escenografía esas calles. Es la gente que termina de trabajar de noche, se ajusta el abrigo y se coloca los audífonos para salir a las calles heladas para escuchar vallenato en el trayecto hacia el metro y así curarse un poco la soledad de vivir ahí. Nueva York: la nieve y el lodo.

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